Basílica de Santa Leocadia
El 11 de febrero de 1931, el Cardenal Pedro Segura colocó la primera piedra del Monumento al Corazón de Jesús situado junto a la ermita. Muy poco después, el Cardenal era expulsado de España por su abierta oposición a la recién instaurada II República. Las obras de construcción del monumento se vieron por ello muy dificultadas, pese a lo cual vieron la luz en junio de 1933. Se trata de un precioso conjunto neomudejar en el que trabajaron afamados artista de la época. Así, el genial Julio Pascual se encargó de las partes de la forja y hierro; Joaquín Potenciano se encargó de las columnas y artesonado de la cripta; Tomás Gimena fue el encargado de ejecutar el modelo de la estatua en escayola; Francisco Hernández labró la escultura; Ángel Pedraza fue el encargado de la cerámica y de la maqueta del monumento; toda la obra fue dirigida por el arquitecto Juan García Ramírez y el maestro de obras Ángel Peña.
La escultura del Cristo que corona el conjunto está esculpida en piedra de Almorquí, y la cabeza y las manos son de mármol de Carrara. Tiene una altura superior a los cinco metros y pesa unas doce toneladas.
Todo el conjunto alcanza una altura de 36 metros. Está dividido en tres cuerpos: el primero, que sirve de base al monumento, está coronado por una terraza mientras el segundo, más esbelto, están representados dieciséis medallones en cerámica con efigies de santos toledanos y escudos de las seis provincias por las que se extiende la archidiócesis primada. El tercer cuerpo lo ocupa la torre sobre la que se apoya la majestuosa escultura.
Pero que lo más destacado y desconocido del monumento sea su cripta con capacidad para 200 personas, dividida en tres pequeñas naves por dos filas de columnas. Posee in sencillo altar con gradas cubiertas de cobre repujado.
Fuentes: Toledo Olvidado. Blogspot
En esta leyenda está basada la obra “ A BUEN JUEZ, MEJOR TESTIGO” de José Zorrilla.
Había en Toledo dos amantes: Diego Martínez e Inés de Vargas. Estos se amaban locamente, pero un día llegó la noticia: Diego tenía que partir hacia Flandes y esto sembró el miedo y el terror ante los dos, ya que este viaje separaría y solo Dios sabe por cuanto tiempo. Llegó la hora de la despedida y esta se produjo en la capilla del Cristo de la Vega en la cual los dos se juraron amor eterno y Diego tocando los pies de Cristo prometió desposarla en cuanto regresara.
Mientras Inés se marchitaba de tanto llorar, ahogándose en su desesperanza y desconsuelo, desesperado sin acabar de esperar, aguardando en vano la vuelta del galán. Todos los días rezaba ante el Cristo testigo de su juramento, pidiendo la vuelta de Diego, pues en nadie más encontraba apoyo y consuelo.
Dos años pasaron y las guerras de Flandes acabaron, Diego no regresaba, pero Inés nunca desesperó y todos los días acudía al miradero en espera de ver aparecer a su amado.
Un día vio aparecer un tropel de hombres a lo lejos que se acercaban a la muralla de la ciudad, y se encaminaban a la plaza del Cambrón, esta fue corriendo hacia allí a ver quiénes eran como había hecho muchas otras veces, cuando allí llegó el corazón le palpito con fuerza, al frente del pelotón de hombre en cabeza iba Diego. ¡Por fin! Tanto tiempo esperando dio fruto, Inés dando gritos de alegría agradecía al cielo el haberle traído sano y salvo, pero Diego al verla le hizo caso omiso como si no la conociera y dando espuelas al caballo se adentro en las callejuelas de Toledo.
En su desesperación, sólo vio un camino para salir de la situación en que se encontraba, aunque podía ser un peligro, pues era dar a luz pública su conflicto y deshonor; pero en realidad las murmuraciones en la ciudad no cesaban y todo el mundo hablaba de su caso. Tomada la decisión acudió al Gobernador de Toledo, que a la sazón lo era don Pedro Ruiz de Alarcón, y le pidió justicia.
Después de escuchar sus quejas, el viejo dignatario le pidió algún testigo que corroborase su afirmación, mas ella ninguno tenía. Don Pedro hizo acudir ante su tribunal a Diego Martínez y al preguntarle, éste negó haber jurado casamiento a Inés. Ella porfiaba y él negaba. No había testigos y nada podía hacer el gobernador. Era la palabra de uno contra la de otro.
En el momento en que Diego iba a marcharse con gesto altanero, satisfecho después de que don Pedro le diera permiso para ello, Inés pidió que lo detuvieran, pues recordaba tener un testigo.
Cuando la joven dijo quién era ese testigo, todos quedaron paralizados por el asombro. El silencio se hizo profundo en el tribunal y, tras un momento de vacilación y de una breve consulta de don Pedro con los jueces que le acompañaban en la administración de justicia, decidió acudir al Cristo de la Vega a pedirle declaración.
Al caer el sol se acercaron todos a la vega donde se halla la ermita. Un confuso tropel de gente acompañaba al cortejo, pues la noticia del suceso se había extendido como la pólvora por la ciudad. Delante iban don Pedro Ruiz de Alarcón, don Iván de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes, los guardias, monjes, hidalgos y el pueblo llano. Otra turba de curiosos en la vega aguardaba, entre los que se encontraba Diego Martínez en apostura bizarra.
Entraron todos en el claustro, encendieron ante el Cristo cuatro cirios y una lámpara; y se postraron de hinojos a rezar en voz baja. A continuación un notario se adelantó hacia la imagen y teniendo a los dos jóvenes a ambos lados, en voz alta, leyó por dos veces la acusación y dirigiéndose al crucificado dijo en voz alta:
Tras unos instantes de expectación y silencio, el Cristo bajó su mano derecha, desclavándola del madero y poniéndola sobre los autos, abrió los labios y exclamó:
Ante este suceso ambos jóvenes renunciaron a las vanidades de este mundo y entraron en sendos conventos.
Había en Toledo dos amantes: Diego Martínez e Inés de Vargas. Estos se amaban locamente, pero un día llegó la noticia: Diego tenía que partir hacia Flandes y esto sembró el miedo y el terror ante los dos, ya que este viaje separaría y solo Dios sabe por cuanto tiempo. Llegó la hora de la despedida y esta se produjo en la capilla del Cristo de la Vega en la cual los dos se juraron amor eterno y Diego tocando los pies de Cristo prometió desposarla en cuanto regresara.
Mientras Inés se marchitaba de tanto llorar, ahogándose en su desesperanza y desconsuelo, desesperado sin acabar de esperar, aguardando en vano la vuelta del galán. Todos los días rezaba ante el Cristo testigo de su juramento, pidiendo la vuelta de Diego, pues en nadie más encontraba apoyo y consuelo.
Dos años pasaron y las guerras de Flandes acabaron, Diego no regresaba, pero Inés nunca desesperó y todos los días acudía al miradero en espera de ver aparecer a su amado.
Un día vio aparecer un tropel de hombres a lo lejos que se acercaban a la muralla de la ciudad, y se encaminaban a la plaza del Cambrón, esta fue corriendo hacia allí a ver quiénes eran como había hecho muchas otras veces, cuando allí llegó el corazón le palpito con fuerza, al frente del pelotón de hombre en cabeza iba Diego. ¡Por fin! Tanto tiempo esperando dio fruto, Inés dando gritos de alegría agradecía al cielo el haberle traído sano y salvo, pero Diego al verla le hizo caso omiso como si no la conociera y dando espuelas al caballo se adentro en las callejuelas de Toledo.
En su desesperación, sólo vio un camino para salir de la situación en que se encontraba, aunque podía ser un peligro, pues era dar a luz pública su conflicto y deshonor; pero en realidad las murmuraciones en la ciudad no cesaban y todo el mundo hablaba de su caso. Tomada la decisión acudió al Gobernador de Toledo, que a la sazón lo era don Pedro Ruiz de Alarcón, y le pidió justicia.
Después de escuchar sus quejas, el viejo dignatario le pidió algún testigo que corroborase su afirmación, mas ella ninguno tenía. Don Pedro hizo acudir ante su tribunal a Diego Martínez y al preguntarle, éste negó haber jurado casamiento a Inés. Ella porfiaba y él negaba. No había testigos y nada podía hacer el gobernador. Era la palabra de uno contra la de otro.
En el momento en que Diego iba a marcharse con gesto altanero, satisfecho después de que don Pedro le diera permiso para ello, Inés pidió que lo detuvieran, pues recordaba tener un testigo.
¡Llamadle!
- Tengo un testigo a quien nunca faltó verdad ni razón
-¿Quién?
- Un hombre que de lejos nuestras palabras oyó, mirándonos desde arriba
-¿Estaba en algún balcón?
-No, que estaba en un suplicio donde ha tiempo que expiró.
-¿Luego es muerto?
- No, que vive.
-Estáis loca ¡vive Dios!
-¿Quién fue?
-El Cristo de la Vega a cuya faz perjuró.
Cuando la joven dijo quién era ese testigo, todos quedaron paralizados por el asombro. El silencio se hizo profundo en el tribunal y, tras un momento de vacilación y de una breve consulta de don Pedro con los jueces que le acompañaban en la administración de justicia, decidió acudir al Cristo de la Vega a pedirle declaración.
Al caer el sol se acercaron todos a la vega donde se halla la ermita. Un confuso tropel de gente acompañaba al cortejo, pues la noticia del suceso se había extendido como la pólvora por la ciudad. Delante iban don Pedro Ruiz de Alarcón, don Iván de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes, los guardias, monjes, hidalgos y el pueblo llano. Otra turba de curiosos en la vega aguardaba, entre los que se encontraba Diego Martínez en apostura bizarra.
Entraron todos en el claustro, encendieron ante el Cristo cuatro cirios y una lámpara; y se postraron de hinojos a rezar en voz baja. A continuación un notario se adelantó hacia la imagen y teniendo a los dos jóvenes a ambos lados, en voz alta, leyó por dos veces la acusación y dirigiéndose al crucificado dijo en voz alta:
Jesús, hijo de María
ante nos esta mañana
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?
Tras unos instantes de expectación y silencio, el Cristo bajó su mano derecha, desclavándola del madero y poniéndola sobre los autos, abrió los labios y exclamó:
-¡Sí, juro!
Ante este suceso ambos jóvenes renunciaron a las vanidades de este mundo y entraron en sendos conventos.
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